COLOMBIA EN EL VÓRTICE
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones
► EL CÍRCULO
VICIOSO DEL FRACASO DE AMÉRICA LATINA ES UNA ADVERTENCIA PARA OCCIDENTE
► ¿EL
PRÓXIMO PRESIDENTE DE COLOMBIA ESTÁ LISTO PARA ENFRENTAR LA VIOLENCIA?
Este
jueves 16 de junio, Luis Ángel, un usuario de Twitter y
Magíster en administración, que acertó casi que con exactitud los resultados de
la primera vuelta electoral, publicó su pronóstico para este domingo 19 de
junio, cuando se llevará a cabo la segunda vuelta, en la que se enfrentarán los
candidatos Rodolfo Hernández y Gustavo Petro.
Luis Ángel, quien se
describe en la red social como un apasionado por el emprendimiento y el
desarrollo de las empresas, indicó semanas atrás que sus pronósticos se basan
en un análisis de tendencias sobre un modelo estadístico.
De acuerdo con su pronóstico
de este jueves, Rodolfo Hernández alcanzaría la Presidencia de Colombia con 10
millones de votos (49 %), mientras que Gustavo Petro obtendría 9,6 millones (46
%). Así las cosas, los comicios se definirían por 400.000 votos
aproximadamente, según sus cálculos. Entre tanto, el voto en blanco llegaría a un millón (5 %),
cifra histórica.
The
Economist - Cuando voten en
la segunda vuelta de las elecciones presidenciales este domingo, los
colombianos se enfrentan a una sombría elección entre dos populistas poco
cualificados.
En la izquierda, Gustavo Petro aún no se ha desprendido
del todo de su antigua simpatía por Hugo Chávez, el caudillo que destruyó la
economía y la democracia de Venezuela.
En la derecha, Rodolfo Hernández es un ex alcalde
bravucón sin equipo y sin mucho programa más allá de expulsar a “los ladrones”,
como llama a la clase política.
Esta alineación refleja el profundo desprecio de los
votantes por los políticos convencionales de Colombia, a pesar de que al
país le ha ido relativamente bien en los últimos 20 años.
Es el tipo de elección polarizada que se ha vuelto
preocupantemente familiar en las elecciones latinoamericanas. En una región que
estaba descontenta incluso antes de la pandemia, ya no parece haber muchos
partidarios de la moderación, el compromiso y la reforma gradual necesarios
para ser prósperos y pacíficos.
Esto no sólo importa a América Latina, sino al mundo.
A pesar de todo, la región sigue siendo mayoritariamente
democrática y debería ser un aliado natural de Occidente.
También puede desempeñar un papel vital para ayudar a
resolver otros problemas globales, desde el cambio climático hasta la seguridad
alimentaria.
No sólo alberga la selva amazónica, que está disminuyendo
rápidamente, y gran parte del agua dulce del mundo, sino también una gran
cantidad de materias primas necesarias para la energía verde, como el litio y
el cobre. Es un gran exportador de alimentos y podría aportar más.
No hace mucho, América Latina estaba en racha. El
auge de las materias primas trajo consigo un crecimiento económico saludable y
proporcionó a los políticos el dinero necesario para experimentar con políticas
sociales innovadoras, como los programas de transferencias monetarias
condicionadas. Esto, a su vez, ayudó a reducir la pobreza y la extrema
desigualdad de ingresos asociada a la región. Las clases medias crecieron. Esto
ayudó a apuntalar la estabilidad política. Los gobiernos democráticos
respetaron en general los derechos humanos, aunque el estado de derecho fuera
débil. La creciente prosperidad y unos políticos más receptivos y eficaces
parecían reforzarse mutuamente. El futuro era brillante.
Ahora ese
círculo virtuoso ha sido sustituido por uno vicioso.
América Latina está atrapada en una preocupante
trampa de desarrollo, como explica nuestro informe especial de esta semana. Sus
economías han sufrido una década de estancamiento o de lento crecimiento. Sus
habitantes, especialmente los jóvenes, más formados que sus padres, se han
visto frustrados por la falta de oportunidades. Han dirigido su ira contra los
políticos, a los que consideran corruptos y egoístas. Los políticos, por su
parte, han sido incapaces de ponerse de acuerdo sobre las reformas necesarias
para hacer más eficientes las economías latinoamericanas. La brecha de productividad
de la región con respecto a los países desarrollados ha aumentado desde la
década de 1980.
Estos retos se están agudizando. El impacto de la
pandemia, especialmente el largo cierre de escuelas, aumentará la desigualdad.
Los gobiernos necesitan gastar más en sanidad y educación, pero el coste del
servicio de la deuda está aumentando. Por tanto, la región necesita
recaudar más impuestos, pero de forma que no se perjudique la inversión. Chile
y su joven presidente de izquierdas, Gabriel Boric, parecían ofrecer la
posibilidad de un nuevo contrato social en este sentido. En cambio, su
incipiente gobierno es rehén de una convención constitucional salpicada de los
conocidos vicios latinoamericanos del utopismo y la sobrerregulación.
La consolidación de la democracia solía considerarse una
vía de sentido único. Pero América Latina demuestra que las democracias
pueden decaer fácilmente, y eso es una advertencia para los demócratas de todo
el mundo.
Su política está ahora marcada no sólo por la
polarización, sino también por la fragmentación y la extrema debilidad de los
partidos políticos, lo que hace difícil reunir mayorías de gobierno estables
(véase Bello).
Esta espiral descendente se ve acelerada por la
influencia maligna de las redes sociales y la importación de políticas
identitarias del norte. Los tecnócratas están desacreditados y los puestos de
trabajo en el gobierno se consideran cada vez más, tanto en la izquierda como
en la derecha, como prebendas que se reparten en lugar de responsabilidades
cruciales que se reservan a administradores capaces. El crimen organizado, que
ya es un factor importante en la epidemia de violencia de la región, está
empezando a contaminar también su política.
Muchos de estos son males del mundo democrático en
general, pero son particularmente agudos y peligrosos en América Latina.
La mayoría de los latinoamericanos siguen queriendo la
democracia, aunque sea una versión mejor de la que tienen.
Pero hay un público cada vez más numeroso para los que
abogan por la supuesta mano eficaz de la autocracia.
Venezuela y Nicaragua se han convertido en dictaduras
como Cuba. En El Salvador, Nayib Bukele ha centralizado el poder y encerrado a
unas 40.000 personas en una guerra draconiana contra las pandillas.
Es el presidente más popular de la región. Los líderes de
sus dos mayores países, Jair Bolsonaro de Brasil y Andrés Manuel López Obrador
de México, desprecian los controles y equilibrios.
Bolsonaro buscará un segundo mandato en las elecciones de
octubre. Es un frío consuelo que probablemente pierda ante Luiz Inácio Lula da
Silva, un ex presidente cuyos gobiernos estuvieron vinculados a la corrupción y
que carece de nuevas ideas.
El riesgo no es sólo que las democracias se conviertan en
dictaduras, sino que América Latina se aleje de la órbita de Occidente.
En gran parte de la región, China es ahora el principal
socio comercial y está invirtiendo en infraestructuras. Algunos gobiernos de
izquierda de la región parecen dispuestos a volver al no alineamiento de la
época de la guerra fría. Cinco presidentes de la región, incluido López
Obrador, decidieron boicotear la Cumbre de las Américas de este mes en Los
Ángeles. Estados Unidos -y Europa- podría hacer más para comprometer a América
Latina, a través del comercio, la inversión y la tecnología.
Pero América Latina, a su vez, tiene que reconocer que
tiene mucho que ganar si se estrechan los lazos, y que su papel en un mundo
dominado por China sería el de una neocolonia.
Detener
la podredumbre
La tentación en la región será ignorar el malestar
económico y político y limitarse a surfear el nuevo boom de las materias primas
desencadenado por la guerra de Ucrania. Eso sería un error. No hay atajos. Los
latinoamericanos necesitan reconstruir sus democracias desde la base. Si la
región no redescubre la vocación de la política como servicio público y
reaprende el hábito de forjar consensos, su destino sólo será peor.
¿El
próximo está listo para enfrentar la violencia?
Elizabeth
Dickinson - BOGOTÁ — El mes pasado, una organización
criminal armada paralizó casi un tercio del norte de Colombia, en buena medida sin
resistencia.
“A partir de esta fecha se decreta cuatro días de paro
armado”, decía un panfleto del 5 de mayo que ordenaba a la gente a que
permaneciera en sus casas, cerrara los negocios y vaciara las calles.
El Clan del Golfo, un grupo del narcotráfico de corte
paramilitar, inició el paro contra el gobierno colombiano en represalia por la
captura y extradición a Estados Unidos de su líder, Dairo Antonio Úsuga,
conocido como Otoniel.
“No nos hacemos responsables de aquellos que no acaten
las órdenes”, advertía ominosamente el grupo.
Para enfatizar su mensaje, los miembros del Clan del
Golfo marcaron paredes con sus iniciales en los centros urbanos, quemaron
vehículos y camiones para bloquear carreteras, instalaron puestos de control
ilegales y patrullaron los campos en motocicletas. Con poca policía estatal o
presencia militar para proteger las zonas rurales, los colombianos en 11 de los
32 departamentos del país acataron las órdenes del grupo y se impuso una
quietud fantasmal.
Al final de los cuatro días, al menos ocho personas
habían muerto, casi 200 vehículos habían sido incinerados y muchos de los tres
millones de personas afectadas se estaban quedando sin comida y otros productos
básicos.
El Clan del Golfo también parece estar incidiendo en
la elección
presidencial. El grupo emitió amenazas por escrito a los partidarios del
candidato de izquierda, Gustavo Petro, y en las zonas rurales donde el recuerdo
del paro seguía presente, los líderes comunitarios dijeron que el miedo limitó
la participación de los votantes.
Pero tal vez porque hay mucho en juego, un porcentaje
alto de votantes acudió el 29 de mayo a las urnas para la primera vuelta
electoral. Petro obtuvo poco más del 40 por ciento de los 21 millones de
votos totales y se enfrentará en la segunda vuelta del 19 de junio a Rodolfo
Hernández, un controversial empresario inmobiliario de derecha que hizo una
fuerte campaña en TikTok.
Aunque ambos candidatos difieren de manera significativa
en todos los temas —desde la movilidad social hasta la política exterior—
comparten una debilidad: ninguno ha articulado un plan claro para detener el
aumento de la amenaza armada y la violencia que afecta a la Colombia rural,
como revelan las acciones del Clan del Golfo. Los números de personas
desplazadas, la acumulación de asesinatos de líderes sociales y comunitarios y
el reclutamiento forzoso de niños, son indicios de que la seguridad se está
deteriorando con rapidez.
Ni Petro ni Hernández parecen estar preparados para
enfrentar los desafíos de las zonas rurales en conflicto. Además de la
violencia organizada del Clan del Golfo, alrededor de una decena de otros
grupos armados recorren las áreas más vulnerables del país, buscando controlar
territorios para establecer rutas lucrativas de tráfico de drogas y otros
mercados ilegales.
El próximo presidente de Colombia debe alejarse del
enfoque actual del gobierno de priorizar las capturas y extradiciones de
líderes de organizaciones ilegales, como la que causó el paro armado. Esta
estrategia no ha logrado desmantelar a los grupos criminales pero sí ha
generado consecuencias profundas para los civiles.
En cambio, el nuevo presidente debería centrarse en una
política que reoriente a las fuerzas de seguridad de Colombia para proteger a
los civiles de los grupos armados, que hoy ejercen una autoridad de facto en
muchas partes del país. Esto, sumado a la implementación de programas sociales
y una inversión sustancial en el campo, puede ayudar a cambiar el rumbo y
pavimentar el camino hacia la paz.
El acuerdo de paz, firmado en 2016 entre el Estado y las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ha logrado reducir en buena
medida la violencia rural. Pero algunas regiones, como Montes de María, donde
los grupos armados están tomando el control de enormes territorios —incluidas
grandes áreas que las FARC solían controlar—, son un buen anticipo de la
situación que enfrentará el candidato que gane la elección.
Cuando visité Montes de María en marzo, me quedó claro
que esta región agrícola, rica en recursos, estaba en crisis. El Clan del Golfo
ha expandido agresivamente su presencia desde la firma del acuerdo de paz,
reclamando rutas de tráfico e imponiendo el cobro de pagos de protección a la
población. Este grupo armado —como casi todos los que hoy operan en el país—
evita los enfrentamientos con los militares. Su objetivo no es tomar poder en
Bogotá, sino sacar ganancias de las tierras y de su gente.
Se suponía que esto no debería suceder. El acuerdo de paz
con las FARC eliminaría las desigualdades que habían empoderado a las
guerrillas y a los narcotraficantes. Prometía ayudar a los agricultores pobres
que cultivaban coca, la materia prima de la cocaína, a abandonar un medio de vida
que los exponía a la violencia. Cerca de 100.000 familias se apuntaron y
arrancaron voluntariamente sus cultivos de coca.
No obstante, el gobierno actual, encabezado por el
presidente Iván Duque, llegó al poder en 2018 argumentando que el acuerdo de
paz era demasiado indulgente con las FARC, y se ha enfocado en las partes del
acuerdo afines a sus intereses políticos —como la desmovilización de
excombatientes y el gasto en infraestructura— mientras que otras promesas, como
abordar la desigualdad en la posesión de tierras y el respaldo a la sustitución
de cultivos de coca, quedaron en el olvido.
Al
mismo tiempo, decenas de grupos armados, como el Clan del Golfo, han mostrado
ser más ágiles, tenaces y económicamente habilidosos para aprovechar las
oportunidades que ofreció el desmantelamiento de las FARC.
Al interior del país, hombres armados reclutan
a la fuerza a niños para engrosar sus filas, sacándolos de sus hogares
y escuelas. Otros adultos jóvenes se unen por su cuenta porque, sin
posibilidades de educación o trabajo, el conflicto es el único empleo
disponible. En el sur de Córdoba, el Clan del Golfo se promueve como “la única
empresa que tiene las puertas siempre abiertas”.
La élite política colombiana considera, erróneamente, que
estas amenazas están desvinculadas de la desesperación social y económica que
viven muchos colombianos. Es más fácil culpar de los disturbios a otros
enemigos, ya sea Venezuela, las guerrillas de izquierda o los rivales
políticos. Y, de hecho, en lugar de solucionar esta situación, la respuesta más
común del gobierno ha sido desplegar el ejército.
Los soldados enviados para acabar con la inestabilidad
saben que este enfoque no está funcionando. “Aquí no hay una solución militar”,
me dijo un comandante de una brigada militar en una de las zonas de conflicto
más ríspidas de Colombia, sugiriendo que lo que se necesitaba era inversión
social.
Por ahora, muchas de las fuerzas del gobierno están
enfocadas en la erradicación forzosa de la coca, eliminando los cultivos que
luego se vuelven a sembrar en tasas que, se calcula, llegan al 50 y 67 por ciento. La estrategia de las fuerzas armadas
de matar y capturar a miembros de los grupos armados deriva en el reemplazo
inmediato de esas bajas con nuevos reclutas.
En pocas palabras, la estrategia inadecuada del gobierno
colombiano en las zonas remotas es parcialmente culpable del resurgimiento de
la violencia. Los candidatos presidenciales tienen la oportunidad de cambiar de
rumbo.
Es alentador que tanto Petro como Hernández han dicho que
implementarán el acuerdo de paz de 2016, que el gobierno de Duque ha descuidado
en muchos puntos. Sin embargo, ninguno de los dos ha presentado un plan claro
sobre cómo gestionar el deterioro de la situación de seguridad de los
ciudadanos de a pie.
Petro, quien en el pasado fue
parte de una organización guerrillera,( M-19) se comprometió a iniciar un
diálogo con los grupos armados e implementar la desmovilización de grupos del
crimen organizado, como el Clan del Golfo. Hernández, por su parte, ha sugerido
agregar al Ejército de Liberación Nacional (ELN) al acuerdo firmado con las
FARC.
Aunque en estas ideas hay algunos elementos que podrían
funcionar, la mejor manera de abordar la crisis es proteger a los colombianos
que viven en el epicentro del conflicto, con mejores servicios policiales,
oportunidades económicas y razones concretas que les permita confiar en el
gobierno.
Una presión puntual de Washington puede ayudar. La
reciente declaración del gobierno de Biden que destaca al
acuerdo de paz es importante pero ha sido socavada por sus acciones. Los
dólares estadounidenses se gastan de manera desproporcionada en enfoques de
mano dura, como la erradicación forzosa de la coca, que no contribuyen mucho a
resolver el problema y exacerban la desconfianza en el gobierno.
La zozobra que aún acecha en las calles del norte de
Colombia está avanzando demasiado rápido y lejos como para ignorarla. Los
candidatos y los votantes urbanos que ignoran estos desafíos lo hacen bajo su
propio riesgo. Lo que está en juego en las elecciones se extiende al futuro de
un conflicto que se suponía que había terminado pero que, más bien, se está
reavivando.
Colombia, que ya había empezado a acabar con un conflicto
armado, no debería permitir que vuelva a estallar.
Elizabeth
Dickinson (@dickinsonbeth)
es analista sénior del International Crisis Group para Colombia, con sede en
Bogotá.
- Obtener enlace
- X
- Correo electrónico
- Otras aplicaciones





Comentarios
Publicar un comentario